"No pinto el ser, pinto el pasar", dice Montaigne (Ensayos, III, 2), tal vez recordando a Heráclito. Todo está de paso por este lugar: lo mostrado, quien lo muestra, quien lo ve. Al fondo, la montaña Huangshan, en el corazón de China, por donde anduve deambulando hace unos años. Y conste que, si el título de este cuaderno está en francés, es solo porque en español ya estaba ocupado. En realidad, esa imagen, la montaña vacía, es un lugar común del taoísmo. ¿Y no son estos cuadernos, al fin y al cabo, un lugar común por donde todos transitamos? Lugares comunes, lugares ocupados, lugares vacíos.

domingo, 24 de junio de 2012

Con Francisco Brines en Elca

Pronto se cumplirá un año desde que visité a Francisco Brines en Elca. Había avisado al poeta por teléfono, y su voz pausada me había contestado con gentileza: que estaba algo débil, que tenía compromisos y ajetreos, que estaría encantado de recibirme unos días después. En esa breve conversación me transmitió lo que era ya su principal inquietud: marcharse sin causar molestias a sus familiares y allegados. “Si uno ha tenido oportunidad de vivir, y de hacerlo intensamente, justo es que ellos también lo hagan y no esté uno estorbándoles”.

El camino hacia Elca arranca de los confines borrosos del fondo interior de Oliva, donde una zona de talleres, casas chatas y oscuros bares, vecina al polígono industrial, se diluye, cerro arriba, a lo largo de varios caminos asfaltados, que se entrecruzan entre solares indefinibles, bordeados de esporádicas chumberas, fincas clausuradas, carteles comerciales con flechas que se contradicen. Como un emblema de la situación que atraviesa el país, los primeros terrenos están ocupados por fábricas de ladrillo abandonadas: grandes hangares esqueléticos, vastos patios donde se amontonan las cargas de ladrillo para los pedidos que nunca llegaron, altas chimeneas ennegrecidas y retorcidas como cuellos de diplodocus decapitados.

Todo se vuelve frescor, verdor intenso, cuando la carretera se adentra en las colinas, en un oleaje de pinos y naranjos. Los caminos son dudosos, se bifurcan: uno lleva a la mina, otro avanza hacia las lontananzas del mar, otro trepa al cerro. Prefiero llegar a la casa a pie y dejo el coche en el aparcamiento del restaurante El Mistral, bajo los pinos, a bastante distancia de la casa, cuyos accesos he estudiado previamente. El enclave es espectacular: una alfombra de naranjos en cuyo centro se arropa, casi se esconde, la vivienda de Brines, una típica casa de hacienda valenciana, blanca y cuadrangular. La delatan un grupo de altos pinos y un trazado geométrico de palmeras -las únicas en toda aquella extensión- que flanquea toda la pista de acceso: un largo codo que arranca de la carretera y dobla después en ángulo recto. Es un placer acercarse hacia ella por aquellos parajes.



El poeta abre la puerta, ensimismado, como si despertara de una meditación o una siesta; parece haber olvidado nuestra cita, pero pronto cae en ello y me acoge cordialmente. Como la tarde está pronta a extinguirse e imagino que al término de la visita no habrá luz ninguna, le pido permiso para tomarle una foto. “Claro, claro. Verá, soy muy mal posador: cuando me sacan la foto, me quedo en blanco”. Tal vez, o tal vez no, él percibe que me emociona hallarme allí: ese lugar ha inspirado algunos de los más bellos poemas del atardecer escritos en español. No digo nada. Enseguida entramos en la casa, que él, como pronto habré de entender, tiene intención de enseñarme entera. El amplio zaguán, de piso ajedrezado, está amueblado con piezas antiguas y literalmente repleto de pilas de libros y periódicos. El poeta adivina mi impresión, sonríe para sus adentros y, detenido con la mano en el pomo de la primera puerta, me avisa con una frase que intuyo ritual: “Mire usted: del mismo modo que el caracol deja un rastro de baba, yo dejo un rastro de materia impresa. Es así, no tiene remedio”.
  

El poeta está mayor, muy delgado en comparación con la imagen que tengo de él. El lado izquierdo de la camisa le cae con el peso de una cartera o libreta que lleva en el bolsillo. Del zaguán salimos al patio y, desde allí, nos internamos en una serie de espacios que conduce a un almacén; en esa especie de depósito o cámara, según me cuenta, va colocando poco a poco, conforme a un criterio que no sabe explicarme, libros que baja de la gran biblioteca del ático. Atento a encender y apagar las luces, Brines encuentra con increíble solvencia todas las llaves en un abultado manojo. En el almacén, todavía muy vacío, hay libros de toda índole, cuidadosamente ordenados en estantes discontinuos. Me regala un ejemplar de Las brasas, en la edición de Sergio Arlandis; me arriesgo a decirle que es su libro que más me gusta, y dentro de él la serie “El barranco de los pájaros”. Sonríe (como si comprendiera de algún modo ese juicio) y esboza una vaga deixis con la mano para indicar que el barranco es real: “Está aquí detrás”, dice. Aquí detrás: y yo imagino los pinares sucesivos, el corte acaso seco del pedregal, el sudor bajo el plomo fundido del estío, impresiones probablemente arbitrarias e inconexas de ese espléndido poema que resume el breve esplendor de la vida.

La visita continúa escaleras arriba. Sube despacio, frágil y seguro a un tiempo, ayudándose con el bastón y el pasamanos. De vez en cuando se detiene unos instantes para explicarme historias familiares, o la organización de su intendencia; me  cuenta que apenas sale de Elca (antes iba un poco a Madrid, por lo de la Academia); me habla de sus arrechuchos cardíacos, de la muerte que afronta con naturalidad. “Hay que quitarle solemnidad, es un hecho biológico y nada más. De la nada en que estábamos volvemos a la nada, y punto”. El caserón es enorme. Ante cada puerta se detiene, con la mano en el picaporte, para hacer algún comentario sobre lo que le pregunto. Me cita a su paisano Ausiàs March: “La carn vol carn”. Atravesamos salas de estar inundadas de libros y periódicos, otras despejadas y amuebladas en estilo rococó, que claramente no utiliza. En uno de los pisos se halla un gabinete donde se conservan los libros más antiguos y valiosos. Extrae de una vitrina y hojea un Virgilio del siglo XVI, en latín. “Ese sí que era uno de los grandes”, le digo. “Y tanto”, responde. Me muestra una ilustre Historia de Valencia, en la que le hago observar que falta el primer cuadernillo del primer tomo: “Pues tiene usted razón”. Llegamos a una estancia que acoge, perfectamente dispuesta, la alcoba de sus padres, traída desde Valencia. “Ahí fui engendrado”, dice, señalando la cama. En la pared cuelgan los retratos familiares, que fotografío, siempre con su permiso.


Llegamos, por último, al ático, que alberga la descomunal biblioteca matriz. Hay libros por todas partes: en cajas, sobre repisas, encima de pequeñas mesas, apilados por el suelo… Pero el poeta sabe dónde está todo: “Ahí Valle-Inclán; ahí Vallejo, y Neruda en primeras ediciones; aquí Juan Ramón…” Veo el Boletín de la Fundación Federico García Lorca y aprovecho para aproximarme a él de algún modo: le indico que ambos hemos publicado juntos en un mismo número, el 16, de 1994. Además, le señalo que hay una errata gruesa en el título de uno de sus poemas, donde el laurel ha sido cambiado por un ángel. Lo comprueba. “Pues tiene usted razón”. Y van dos. Hablamos de su generación, en la que le confieso que me han interesado sobre todo, por diversos motivos, la voz de Claudio Rodríguez (la celebración), la de José Ángel Valente (la contemplación) y la suya (la elegía). “No olvide usted a Gil de Biedma”. Claro que no lo olvido, pero creo que el valor de su poesía ha sido magnificado por la crítica oficial, pienso sin decirlo. “Solo me interesa la poesía que surge de la vida, que es vida”, resume él. Señalo la presencia del Cossío, y él me confirma su afición a los toros y al fútbol. Todo esto es apabullante. “¿No debería alguien catalogar toda la biblioteca, y sus manuscritos y cartas? No sé, tal vez algún organismo público, alguna Fundación...” La respuesta es obvia: “Imagínese: como si eso pudiera ser una prioridad”.


Nos paramos, por fin, ante un cuadro que recoge, junto con una pintura, una reproducción manuscrita por él del último poema de su último libro: “La última costa”. Me confiesa que está satisfecho con ese poema: le quedó como quería.


Hemos visto todo, aunque sea someramente. Bajamos y nos sentamos en torno a una mesa camilla que hay en el zaguán. Intercambiamos libros, separatas, dedicatorias; nos sacamos una foto con el retardador de mi cámara. Lástima: cuando empezaba lo bueno, y el poeta me preguntaba sobre mis andanzas, me contaba anécdotas de su tiempo y sus amigos, abordábamos sus magisterios, sus ideas poéticas, la poesía actual… tengo que irme. Me invita para una segunda ocasión. Salimos, y Brines está preocupado. “Pero hombre, ahora todo eso está muy oscuro. Debería usted haber entrado con el coche”. “No quería irrumpir de esa manera en un lugar sagrado”, contesto. Sonríe una vez más, entre comprensivo y severo: “La próxima vez no lo dude, venga hasta la casa con el coche”. Me alejo andando por la pista en oscuridad absoluta, sintiendo la presencia alta y estática de las palmeras, iluminando apenas mis pasos con la pantalla del móvil encendido. Antes de girar en el recodo de noventa grados, vuelvo la vista atrás: bajo el tenue farolillo de la puerta de entrada, el poeta permanece inmóvil, escrutando inquieto la espesa penumbra, incapaz ya de ver cómo me fundo a la noche.

LA ÚLTIMA COSTA

Había una barcaza, con personajes torvos,
en la orilla dispuesta. La noche de la tierra,
sepultada.
                Y más allá aquel barco, de luces mortecinas,
en donde se apiñaba, con fervor, aunque triste,
un gentío enlutado.
                              Enfrente, aquella bruma
cerrada bajo un cielo sin firmamento ya.
Y una barca esperando, y otras varadas.

Llegábamos exhaustos, con la carne tirante, algo seca.
Un aire inmóvil, con flecos de humedad,
                                                                 flotaba en el lugar.
Todo estaba dispuesto.
                                     La niebla, aún más cerrada,
exigía partir. Yo tenía los ojos velados por las lágrimas.
Dispusimos los remos desgastados
y como esclavos, mudos,
empujamos aquellas aguas negras.

Mi madre me miraba, muy fija, desde el barco
en el viaje aquel de todos a la niebla.