"No pinto el ser, pinto el pasar", dice Montaigne (Ensayos, III, 2), tal vez recordando a Heráclito. Todo está de paso por este lugar: lo mostrado, quien lo muestra, quien lo ve. Al fondo, la montaña Huangshan, en el corazón de China, por donde anduve deambulando hace unos años. Y conste que, si el título de este cuaderno está en francés, es solo porque en español ya estaba ocupado. En realidad, esa imagen, la montaña vacía, es un lugar común del taoísmo. ¿Y no son estos cuadernos, al fin y al cabo, un lugar común por donde todos transitamos? Lugares comunes, lugares ocupados, lugares vacíos.

domingo, 14 de noviembre de 2010

Carlos Edmundo de Ory y César Vallejo en Bruselas

La charla de la muerte a mí me aburre
No tiene nada serio que decirme

Estos versos, escritos por Carlos Edmundo de Ory en 1948, vienen hoy que ni pintados para que, eludiendo toda tentación de panegírico y semblanza, acudamos a beber en su poesía, a nutrirnos en su actitud vital. De ese modo la muerte, la suya propia de hace pocos días, se vacía de solemnidad, como la cháchara de un vecino importuno.

Tuve la suerte de conocer en persona al poeta cuando vino, acompañado por su mujer Laure, a leer versos en Bruselas, allá por mayo de 2005. Acudí a su lectura individual en el Instituto Cervantes, no a la colectiva en la que participó al día siguiente junto con otros poetas, agrupados en un fastuoso programa de difusión de poesía española (programa que gastó muchos caudales y produjo varios libros, hoy perdidos por ahí en francés y neerlandés). El poeta, ya mayor, estaba flanqueado en la mesa por quienes eran a la sazón el director del Cervantes en Bruselas, Francisco Ferrero Campos, y el responsable de cultura del centro, Ignacio Martínez-Castignani. Nunca olvidaré la vergüenza ajena que me produjo aquel acto.


De la intervención de Ferrero más vale no hablar: una sarta de obviedades y naderías, salpicadas de guiños presuntamente ingeniosos a propósito de algún título del poeta. Carlos Edmundo, algo perplejo pero no mucho (acostumbrado como estaría a esas y otras bobadas), aguardaba pacientemente su turno, con gesto resignado. Tomó la palabra entonces el otro prócer, que ante el general estupor procedió a leer, muy serio, literalmente y de cabo a rabo, la solapa de sobrecubierta de la antología Música de lobo, publicada en 2003 por Galaxia Gutenberg; era hiriente oír cómo pronunciaba el apellido, una y otra vez, “dori”, en displicente elisión; eso sí, despegando la vista del libro de vez en cuando para barrer la sala con mirada errabunda y párpados entrecerrados, como dando a entender la trascendencia meditativa de esas palabras prestadas que le salían del alma. Hasta ahí la impresentable presentación.

 Después de la lectura, durante el turno de preguntas, un aguerrido asistente local empezó a acosar al poeta sobre esto y aquello: que si la poesía era comunicación, que si tenía que entenderla todo el mundo, que si las imágenes no transmitían los sentimientos, que si patatín, que si patatán; Carlos Edmundo, con mirada melancólica, respondía hablando humildemente de su entrega a la poesía como acto vital, de su apego necesario a la fuerza creadora de la imaginación… Iba el poeta poniéndose mustio, lo ganaba el hartazgo… Así que levanté la mano y, tras apuntar que la búsqueda de la expresividad en los entresijos del lenguaje no está reñida con la transmisión de problemas humanos, comunes, comunicables, le pedí su opinión al respecto y que pusiera esa idea en relación con César Vallejo. Se le iluminan los ojos, se le esfuma la murria, bota en el asiento: “¡Eso, eso, Vallejo! ¡Tiene usted mucha razón! ¡Vallejo es mi padre, mi hermano, a él lo debo todo! Fíjese, yo le escribí esto a Vallejo...” Y, entonces, rebuscando rápidamente en la antología como un niño en un álbum de cromos, leyó con entusiasmo este poema dedicado al poeta peruano en 1973:


Aquel que nunca tuvo locura curandera
Todo enfermo de raíces rostro inmenso
Cetro de ruiseñor en su cetrino rictus
Con tu memoria a cuestas recorro tanto canto
De grito miserere rey criaturial que no
Tuvo otro trono que su trino triste
Cabeza peñascosa alma de panes
Mi hermoso hermano con ojos de mina
Mi solo cristo y mi gemelo lobo
Sosia de tu garganta afeitada y no olvido
Tu faz naturalicia de tremendo extrañor
Como una catedral de hueso natural



La lectura acababa así en una auténtica celebración. El poeta volvía a respirar, a sonreír, a sentir el gozo y la pasión por la poesía, que andaba mohína y sorda desde el comienzo del acto… Lo saludé al final, a él y a Laure, y le pedí una firma en la antología Poesía abierta, hecha por Jaume Pont para Barral en 1974. Podéis leer la dedicatoria en la imagen: “A Javier Yagüe / por la poesía / por César Vallejo / encuentro en Bruselas / 10 mayo 2005 / Carlos Edmundo de Ory”.

Entre tanta sedicente escuela, la poesía española necesita de voces como la que nos dio, nos da Carlos Edmundo de Ory: libre, independiente, inmune a la clasificación, refractaria al tópico, volcada en permanente búsqueda creadora. Su voz nos devolvía, nos devuelve la poesía como vida activa, mordiente:

El poeta enterizo entrega sus mamas
y no va a los banquetes ni salona
como los favoritos de la fama
los versolaris de gaita y tatatá
Ellos sacan sus pechos de pelota maciza
y enseñan dentaduras de caballo
se suben a los pianos los revientan
Y ríen como flores matinales
Leen libros que son bronquios
conocen el problema de la noche
el porvenir de las piadosas piedras
Y escupen sangre de sufrir a solas


1 comentario:

  1. Javier... ¡cuánta desidia! Es como si lo estuviera viviendo; esa venenosa veta política que afea todo, y luego la presunción hispana de que cualquiera puede hacer con conocimiento y dignidad cualquier cosa.
    Tenía a C.E. de Ory en todos mis programas de poesía actual (y lo incluí hasta en un Manual de Métrica reciente), quería haber escrito algo sobre su poesía, que sigue estando muy, muy viva, y para el qje le guste, cargada todavía de la emcoión clásica; pero me echaba para atrás la ocasión fúnebre... Me has resarcido.

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