Para cerrar por el momento esta serie de sonetos dedicados a exponer reflexiones, ironías, devociones o desafíos sobre el soneto mismo, creo que es interesante recordar, confrontándolos entre sí, dos textos que pueden resultar significativos si se atiende al relieve de sus autores en nuestra historia literaria y al llamativo contraste entre sus respectivos planteamientos, contraste que de algún modo nos remite al ya observado entre otros dos poetas en una página anterior de este cuaderno. Ambos escritores, compañeros de generación y copartícipes en el empeño de renovación poética que inspira la activa escena literaria española en la década de 1920, conocen a fondo la poética clásica y, desde los ángulos más diversos, no dejan de inspirarse en ella. Ahora bien, en este punto de la forma poética del soneto, sus posturas difieren muy notablemente.
Luis Cernuda (1902-1963), buen conocedor de la tradición romántica alemana e inglesa, interesado por la línea paganizante y visionaria que une a Hölderlin con Rilke, a Blake con Yeats, ha iniciado ya cuando escribe esta pieza (recopilada en Vivir sin estar viviendo, conjunto escrito entre 1944 y 1949) la búsqueda de un lenguaje poético heterodoxo, incisivo y refractario a los moldes. Ha fruncido ya el gesto en sus escritos críticos, aun con ecuanimidad profesoral, ante el “formalismo” que impera en la poesía de su tiempo, incluso en la que él juzga más original (Guillén). Ahora, al abordar el soneto, adopta un sesgo humorístico y, como si quisiera llevar a sus últimas consecuencias ese soniquete del “diálogo con la tradición” que tanto abunda en los manuales literarios, textualmente entabla una conversación con el soneto personificado, y éste mismo declara su desfase para encarnar unos nuevos postulados estéticos que, sin embargo, habrán de quedar todavía pendientes de enunciación:
DIVERTIMIENTO
“Asísteme en tu honor, oh tú, soneto.”
“Aquí estoy. ¿Qué me quieres?” “Escribirte.”
“Ello propuesto así, debo decirte
Que no me gusta tu primer cuarteto.”
“No pido tu opinión, sí tu secreto.”
“Mi secreto es a voces: advertirte
Le cumple a estrofa nueva el asistirte.
Ya me basta de lejos tu respeto.”
“Entonces…” “Era entonces. Ahora cesa.
Rima y razón, color y olor tal rosa,
Tuve un día con Góngora y Quevedo.”
“Mas Mallarmé…” “Retórica francesa.
En plagio nazco hoy, muero en remedo.
No me escribas, poeta, y calla en prosa.”
De Gerardo Diego (1896-1897) no hace falta recordar que fue un consumado sonetista, acaso el mejor de nuestra época moderna. Su perspectiva, expresada en fecha muy posterior a la del poema de Cernuda, es diametralmente opuesta a la de su amigo, y se vierte, a modo de poética, en la composición inicial de un poemario escrito todo él en molde de catorce, Sonetos a Violante (1962). Si cabe o no hablar de una vuelta a las formas clásicas en esta etapa de madurez, es cosa discutible; más bien nunca las abandonó, se nutrió siempre de ellas, pese a sus osados y primerizos escarceos en determinados territorios de la vanguardia, como aquel cuyo liderazgo compartió en beligerante terna con Larrea y Huidobro. El soneto vuelve por sus fueros, o los mantiene; así, la creación en el género clásico se manifiesta sin complejos como un acto espontáneo, de natural congenialidad en la intersección de vida y escritura. No podría escribirse un primer verso que dejara más clara la advocación de los padres Garcilaso y Lope:
SONETO A VIOLANTE
Yo no sé hacer sonetos más que amando.
Brotan en mí, me nacen sin licencia,
los hago o ellos me hacen. Inocencia
de amor que se descubre. Tú esperando,
tú, mi Violante, un sueño acariciando
¿cómo quieres que yo no arda en vehemencia
y por catorce llamas de impaciencia
no exhale el alma que te está cantando?
Si yo he amado volcán, árbol y torre,
si te abraza y te abrasa y te recorre
hiedra envolvente y sangre surtidora,
si eres musa y mujer, pena y secreto,
te he de entregar celoso mi alfabeto
te he de entregar celoso mi alfabeto
que de ti y de tus labios se enamora.
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